Lo dijo el presidente colombiano Gustavo Petro en su impresionante discurso en la Asamblea General de las Naciones Unidas a fines de setiembre. «Pueblo de Dios no es el pueblo de Israel, ni Estados Unidos, sino que es la humanidad toda.» Y aunque ni se entere ni le sume nada diré que estoy de acuerdo en que somos pueblo elegido. Pero haría más larga esa lista de quienes han pretendido, y siguen pretendiendo serlo con una comprensión muy equivocada del concepto de elección que incorporamos desde nuestra perspectiva bíblica.
Tres mil años antes de Cristo los faraones egipcios se autoproclamaban y eran ilusoriamente reconocidos de una doble naturaleza: humana y divina. En la antigua Roma se celebraba el culto imperial, la veneración a algunos emperadores luego de su muerte. Domiciano fue más allá y se declaró a sí mismo dios mientras aún vivía. Se dice que provocó un escándalo, yo diría que un saludable escándalo.
En 1959 el sacerdote nicaragüense Ernesto Cardenal escribía que «El Espíritu Santo iniciaba una epifanía posándose sobre Fidel.» Más modernamente en el realismo mágico de la política latinoamericana hubo genocidas que tenían instalada una capilla en la casa de gobierno y mientras ordenaban torturas y desapariciones, se sentían héroes de una cruzada por mandato de Dios.